Difícilmente puede visitarse un lugar así en fechas más señaladas. Este viaje cobra un sentido especial por ser una tierra extraña y familiar a la vez, santificada por el tiempo y La Palabra, en la que todo empezó y algunas cosas no acaban nunca.

viernes, 6 de abril de 2012

El Calvario


Hoy, lo reconozco, la devoción ha pasado de embargarme a marearme. Tras una plácida noche en nuestra habitación-cueva (pared de roca y ruido de goteo incluidas), en compañía de un gringo al que le hacen reír sus propios pedos, la mañana ha sido un calvario.
Lo digo en sentido literal, pues hemos recorrido, en compañía de cientos de fieles y encabezados por una legión de franciscanos con sus hábitos color marrón oscuro, las estrechas callejuelas que condujeron a Jesús a la Cruz tal día como hoy de hace dos mil años. Nervios, pisotones, calor, sudor ajeno, plegarias...

No era la única procesión. Las había de coptos, de scouts armenios, con sus vistosos uniformes de camisas pardas y pañoletas amarillas,  de ortodoxos rusos, con sus pintas de Rasputín, de negros y brillantes etíopes, de diminutos coreanos, de cristianos árabes tocados con sus chillabas y sus feces rojos con borlitas bailarinas. Todos diferentes, todos cristianos.

Los de San Francisco caminaban y oraban en latín y leían los evangelios en italiano, inglés y español gracias a un altavoz que transportaba un sufrido fraile. En esos idiomas han recreado las tres caídas, cuando Jesús vio a su madre, la ayuda que le prestó Simón de Cirene... Todo, hasta llegar a la iglesia del Santo Sepulcro, a los restos del monte Gólgota, al lugar donde le humillaron, donde le clavaron los romanos, donde se plantó la cruz y a la cueva donde enterraron a toda prisa su cuerpo (por comenzar el Sabat). Y donde al tercer día resucitó.

Es difícil describir la emoción de la muchedumbre al atravesar el umbral del lugar donde murió Cristo. Era un festival multicolor, mil pieles y atuendos, mil confesiones, cada una con sus ritos, sus cánticos y su imaginario propio. Ver a la gente empaparse del aceite que esparcía un sacerdote sobre la losa en la que Jesús fue amortajado, recordaba mucho a los cabezazos de los judíos contra el muro. De nuevo, similitudes.
De ahí, un poco agobiados por el tumulto, por las imágenes, por el olor a cirio y a incienso, hemos dejado el templo -mucho menos grandioso que cualquier catedral europea, por cierto- y nos hemos plantado en el monte de los olivos, allende las murallas.

Los únicos olivos de tiempos de Jesús que quedan son los del Huerto de Getsemaní. Árboles milenarios donde cuenta San Juan que oró, donde sudó sangre de puro miedo y donde Pedro le rebanó la oreja al sirviente del sanedrín (así lo hemos leído en mi guía, una ajada Biblia que me prestó mi padre).
El resto del monte son fincas particulares o pertenecientes a la iglesia. Allí se levantan las basílicas de la agonía y la de María Magdalena, y más abajo la tumba de la Virgen. El resto es un inmenso cementerio judío, en el que las lápidas parecen piedras blancas mirando al atardecer. Y a las miles de tumbas del cementerio musulmán, que a la sombra de las murallas de la ciudad vieja, justo enfrente, al otro lado de la carretera, apuntan a la
Meca. La imagen es elocuente, incluso en el descanso eterno unos y otros están enfrentados.

Después de recibir al ocaso con una siestecita en la cima de los Olivos, hemos tomado un taxi hasta la parte oriental de la ciudad, la zona palestina. Allí hay un hotel de lujo, el American Colony se llama, en cuya terraza, los periodistas que por la mañana cubrían las intifadas, se enchufaban un whisky escocés antes de ir a dormir. Entre el taxi y la cerveza se nos han acabado los últimos shekels que habíamos cambiado, así que hemos tenido que regresar en taxi ofreciendo doce monedas para que nos acercase hasta donde diese el crédito. Nos ha tirado frente a la puerta de Damasco. De ahí al hogar, un paseo.

Mañana dejamos los tiempos bíblicos y los lugares santos para trasladarnos a la actualidad, a Cisjordania.
Iremos a Hebrón y observaremos. Y por primera vez tendremos sobre el conflicto una opinión que nadie nos ha contado. Hemos hablado con una chica canaria que acaba de venir y la cosa promete.
Mañana veremos, insisto, y sacaremos conclusiones.
Vamos sin prejuicios, pero conscientes de que en ciertos lugares de este país se vive un calvario diario y continuo, donde las coronas de espinas no se clavan en la frente de un mesías, sino en lo alto de muros de hormigón que separan dos mundos. Y que hacinan uno de ellos.

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